Jorge Fernández Menéndez
No hubo fraude ni habrá anulación
Nada cambió. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación confirmó el triunfo de Felipe Calderón el 2 de julio pasado. La diferencia del resultado final, pasadas las 375 impugnaciones, dos conteos adicionales de votos y muchas palabras vacías después, resultó ser apenas una centésima de punto porcentual respecto del que se había dado a conocer el 6 de julio pasado cuando concluyó el conteo distrital del IFE. La diferencia entre Felipe Calderón y López Obrador se mantiene exactamente igual: 0.58%, equivalente a 240 mil votos en favor del panista.
Ello no sólo confirma el triunfo de Calderón sino también que no hubo ni dolo ni fraude, como sostuvo la resolución del Tribunal; que la labor del IFE fue más que meritoria (en un proceso en el cual participaron libremente un millón de ciudadanos elegidos en forma aleatoria; que el margen de error entre el cómputo del IFE y el final, luego de la revisión del Tribunal haya sido de apenas una centésima de punto, es un hecho que debe destacarse) y que hemos perdido casi dos meses en una lucha política destinada, solamente, a complacer los caprichos de un aprendiz de caudillo. Se argumentará que falta la calificación de la elección. Es verdad, pero de la misma manera que el Tribunal desechó la exigencia del voto por voto que se ha convertido en consigna del lopezobradorismo (una consigna tan endeble como los argumentos presentados para sustentarla, porque la coalición no impugnó ante el Tribunal todas las casillas, sino sólo las que había ganado Calderón, lo que hizo imposible el cumplimiento de su principal demanda), de esa manera deberá, con base en sus propias resoluciones, desechar la solicitud de anulación. No hay elemento alguno que pueda justificar esa demanda. Incluso López Obrador la enarboló sólo después de que perdió los comicios, nunca antes de la jornada del 2 de julio.
La lógica impone que la calificación se resuelva en horas y con ello termine este proceso que ha sido tan desgastante para todos los involucrados y, sobre todo, para una sociedad que no entiende qué está pasando o que ha sido engañada por un candidato que no acepta perder.
No hay elementos para la anulación de los comicios: la tesis de que hubo una "campaña negativa" contra López Obrador se cae por su propio peso. López Obrador recibió apoyos y tuvo adversarios, como todos los candidatos. El de la coalición Por el Bien de Todos fue calificado como un peligro para México (los hechos posteriores parecen confirmar esa afirmación) y él construyó enormes mentiras, sin sustento alguno, como que Felipe Calderón había apoyado el Fobaproa o una mentira aún mayor, como el famoso caso Hildebrando. La publicidad gubernamental se retiró 40 días antes de la elección. Fue López Obrador quien no quiso ir a reunión alguna con empresarios, el que los acusó de defraudadores fiscales en forma generalizada, quien no aceptó ir al primer debate. Se ha dicho que Calderón se benefició de los programas sociales del gobierno, pero resulta que encuestas como la de Parametría demuestran que aproximadamente 70% de los favorecidos por Oportunidades votaron por otros partidos. Se ha dicho que López Obrador sufre, pobre hombre, un "cerco informativo", y resulta que nadie gastó más que él en medios durante la campaña, nadie tuvo más espacios y spots, y ningún otro candidato tuvo tanto tiempo de cobertura. Del 2 de julio hasta hoy, ni remotamente Calderón ha tenido en los medios el espacio de López Obrador: si cada vez que habla se hunde, no es responsabilidad de los medios. No hay causal para anular la elección, López Obrador lo sabe y, por eso, desde días atrás se ha dedicado a insultar al Tribunal Electoral y a sus integrantes, resucitando incluso la tesis del golpe de Estado cuando, paradójicamente, quien intenta realizarlo es él mismo. Para un hombre que se dice conocedor de la historia, como López Obrador, la comparación es terrible, pero su actitud se parece mucho más a la de un Victoriano Huerta que a la de un Emiliano Zapata.
Ello ha llevado a una actitud esquizofrénica al perredismo, que no sabe si está en vísperas de lanzarse a la resistencia civil o de reiniciar el camino de la política. Su caudillo los quiere llevar en la primera dirección, sus instintos, en la segunda. Así, mientras Manuel Camacho dice, en una actitud chantajista, que si no se anulan las elecciones "encabezaremos un movimiento que no reconocerá las instituciones del país", todos sus diputados y senadores las reconocen y se incorporan a ellas; mientras, su discípulo, Marcelo Ebrard, se dispone a asumir el gobierno de otra institución, el del DF, y le ordena a sus futuros delegados que pidan mayores partidas presupuestales a esa otra institución que es el Congreso. En tanto López Obrador desconoce al Tribunal, su principal operador electoral, Horacio Duarte, reconoce que construyó con errores las impugnaciones, pero se queja de que entonces el TEPJF actuó con un criterio "letrista", o sea que se queja de que un tribunal haya actuado respetando la letra de la ley.
Y la vida política sigue. El Congreso ya se instaló, ya se conformaron las bancadas y sus liderazgos, ya hay autoridades legislativas (Jorge Zermeño entre los diputados, Manlio Fabio Beltrones en el Senado), ya los aliados del PRD han comenzado a recorrer su propio camino: Convergencia con sus grupos en el Senado y la Cámara de Diputados, el PT negociando para conformar el suyo, lo mismo que Alternativa. Ya hay algunas negociaciones para la agenda legislativa. Saldrá en horas la calificación electoral y López Obrador se va a quedar cada día más solo, chantajeando con la violencia, acompañado por los grupos más radicales y los políticos desempleados, como Camacho o Muñoz Ledo (pero lo suficientemente ricos como para no tener que trabajar, en algunos casos, desde 1994).